José Luis era delgado, mas bien diría que flacucho, de mirada lánguida, a ninguna parte, mofletes blanditos, hombros encogidos y puños apretados. Reía permanentemente, nadie sabía de qué ni porqué, pero reía. Quizá fuera un tic.
Inútil para el deporte, sus compañeros, ante su insistencia, le nombraron delegado del equipo de baloncesto del colegio. Era lo suyo, sin saber botar la pelota, una silla y una mesa le venían que ni pintado.
En el pueblo de José Luis había una tienda de ultramarinos, antiquísima. Siempre estuvo ahí. Hace mucho tiempo -antes que naciera José Luis- unos inquilinos del local a punto estuvieron de subarrendarlo a unos proxenetas, que por aquella entonces ya habían montado garitos de explotación humana en los pueblos de comarcas lejanas, mas al Este.
Un señor recuperó el negocio, sacando a estacazo limpio a los chaperos pero no pudo evitar que desvalijaran la caja y se llevaran todas las joyas de oro.
La tienda arrasada, sin género ni clientes. El vecindario estuvo mucho tiempo sin ir a la tienda de Paco, que así se llamaba quien se hizo cargo del negocio, que con mucha constancia y trabajo, lo sacó adelante. Una tienda digna de la capital. Puso al día las cuentas. Los empleados recibían regularmente el jornal.
Un día, Paco dejó el negocio al hijo de unos parientes lejanos. El crío, llamado Juan Carlos, no tenía inclinaciones por el trabajo y cuando heredó, dejó todo al cargo de una sociedad formada por 17 socios, que no eran socios capitalistas ni profesionales del mostrador. Solo de la caja.
El joven José Luis había oído hablar de su tío Felipe, que por aquella entonces se hizo cargo de la tienda y decidió que debía visitarle. El almacén estaba repleto de género, una parroquia de clientes fieles, un local bien situado en una calle principal.
El joven José Luis pronto se hizo ver con asiduidad por el negocio. Husmeaba aquí y allá, cotilleandolo todo como un visitante de un museo, pero sin pararse en nada en concreto, siempre con su sonrisa misteriosa en su faz de cómic.
Al fondo del local, en la trastienda había una puerta por la que concurrían unos señores que entraban y salían siempre con muchísima discreción. Aquel cuarto de trastienda fascinó al joven José Luis. ¿Quienes serían esas gentes discretas de las que de niño había oído hablar?. En sus cortas entendederas vislumbró que el señor Felipe, su tío, no era mas que el encargado del negocio. Que los auténticos dueños eran esos señores discretos que se reunían en aquél cuarto de la trastienda.
Por fin, decidió llamar a la puerta, se presentó y fue muy bien recibido en ese circulo. Le enseñaron la placa en la pared de los antiguos miembros de aquella sociedad de trastienda y entre los nombres figuraba el del abuelo de José Luis, que fue socio allá en la época de los proxenetas.
A fuerza de dejarse ver por el negocio con su estúpida sonrisa que nadie entendía, el joven José Luis se ganó la confianza de los socios, pasaba las tardes enteras, no haciendo portes, ni empaquetando encargos. Ni mucho menos descargando género en el almacén, ni -por su pobre prestancia- atendiendo al público. No, José Luis no quería atender el negocio. Tenía como meta, hacerse con él y sabía que esa labor la haría desde la trastienda, auspiciado por los otros socios. Esos que se presentaban a sí mismos como albañiles y profesionales de la construcción.
Andando el tiempo, y tras zancadillear a su amigo José, el de Toledo, José Luis, tras avatares sangrientos, se puso al frente de la tienda de ultramarinos.
Decidió cambiar el rótulo de la fachada, porque no le gustaba la idea de ver el nombre del fundador del negocio, y mucho menos el del gran impulsor del mismo, el señor Paco, y puso un cartél nuevo con el nombre de su abuelo, con letras rojas bien grandes.
Al ver dinerito contante y sonante, decidió que era momento de frecuentar el casino. Allí los 20 socios le alquilaron una silla para que se sentara a ver las partiditas de brisca. ¡Qué importante se sentía José Luis! Sentado entre la alta sociedad del pueblo.
Las malas compañías dieron que hablar en aquella sociedad rural. Sus nuevos amigos, Hugo, un tal Evo a los ... a los que vendía todo fiado, no gustaron nada a sus parroquianos y mucho menos gustó a Don Jorge, el hecho de que el pobre José Luis no se dignara en saludar a su madre en una fiesta.
El negocio fue a menos, y tuvo que despedir a mas y mas empleados, pero nada desdibujaba la misteriosa y patética sonrisa de José Luis. Los de la trastienda, callados.
Los diecisiete socios, al ver que el chaval, no daba para más, le instaron a repartir beneficios y el ignorante de José Luis, que de finanzas no tenía mas idea que un ciervo, les repartió el dinero de la caja. Hay socios que lo siguen siendo mientras José Luis suelte la pasta de la caja. Después, ya se verá.
Cada vez le quedan menos empleados y menos clientes.
La última vez que fui a esa tienda, vi que ya no es lo que era. Todos los letreritos de los productos eran nuevos, el suelo nuevo, la iluminación nueva, pero poco personal, todo carísimo, y muy poca variedad. Para mí que echa pronto el cierre.
José Luis se irá a la trastienda. Con los suyos, a repartir dividendos y a vivir.
¿De qué se reirá?
Te ha faltado poner: basado en una historia real.
ResponderEliminarRespecto a la risa, creo que su hija ha herededado esa sonrisa de gilipollas.
magnifica exposicion, asi y todo habra gente que no lo entienda
ResponderEliminar"Respecto a la risa, creo que su hija ha herededado esa sonrisa de gilipollas."
ResponderEliminarEsa, creo, puso una funeraria.
Un precioso NO cuento.
ResponderEliminarMuy bueno el cuento. Pero muy malo que sea verdad.
ResponderEliminar¿De que coño se ríe el gilipollas de José Luis?
Un saludo español…
Menuda mierda de artículo.
ResponderEliminarSi no fuera tan triste, daría ganas de reir. Pobre España.-
ResponderEliminarGracias a todos por vuestra visita y mas por vuestros comentarios.
ResponderEliminarA V de vendetta. La próxima vez intentaré hacerlo mejor.
Con tu permiso enlazo esta página en la mía.
ResponderEliminarUn saludo español...
A Legionarius:
ResponderEliminarUn placer.
Está fabuloso, tan bueno el Sr. Paco, tan paternal, con esa sonrisa de hiena sangrienta. Era tan bueno tan bueno que se pasaba todo el día firmando sentencias de muerte de malos españoles para salvarnos a nosotros, los buenos patriotas de gente tan indeseables. Después de Jesucristo yo no creo que haya habido un hombre-dios mas bueno que el tio Paco.
ResponderEliminar- ¡¡¡ vuelve Paco, aunque sea de cabo segunda!!
Apresurate, anónimo, a comprar si queda algo de la tienda, que Jose Luis ya esta saldando y pronto echa el cierre.
ResponderEliminar