Tenía don Francisco una familia de lo mas curiosa. Casado con doña Carmen tuvo ocho hijos que fueron viniendo al mundo en aquellos años en los que era difícil conciliar el sueño por ese incesante ronroneo intestinal que, a modo de concierto dodecafónico, participaba toda la familia como si de una orquesta se tratase interpretando una infinita melodía.
La familia de Francisco Galo-Leal, que ese era su nombre, era curiosa también porque además de cuidar de su propia prole, se hizo cargo de los sobrinos. Eran los otros ocho hijos de Santiago, el hermano de Francisco. Esos chiquillos pasaron al cuidado de Francisco y Carmen cuando Santiago se fue del barrio tras regañar con su hermano por las joyas de la abuela. Santiago, además de llevarse todo el oro, se llevó también la cartilla del banco.
Francisco tuvo que hacer malabarismos para sacar la familia adelante. Sin amigos en el barrio a quién recurrir y sin crédito en los bancos, la familia se sobrepuso a duras penas de las tribulaciones. Una pariente lejana que vivía en América, en Argentina creo, les mandó algo que echarse a la boca. Un gesto muy de agradecer.
Los hijos de Santiago, viéndose obligados a vivir con Francisco, veían con malos ojos a su tío pero lo cierto es que este, jamás hizo distinción entre hijos y sobrinos. Los quería a todos por igual. Era su familia.
Francisco tuvo que hacer malabarismos para sacar la familia adelante. Sin amigos en el barrio a quién recurrir y sin crédito en los bancos, la familia se sobrepuso a duras penas de las tribulaciones. Una pariente lejana que vivía en América, en Argentina creo, les mandó algo que echarse a la boca. Un gesto muy de agradecer.
A pesar de su aspecto casi cómico, pequeñito, empaquetadito, diría que manejable, Francisco tenía las dotes para encauzar el camino y llevar a su gran familia a gozar de mejores condiciones.
Esas dotes ya las había demostrado cuando de joven era el director gerente de una empresa de seguridad que él mismo fundó con su amigo José.
La familia entera era consciente de las penurias que había en casa, por eso pronto todos se dispusieron a hacer lo que fuera necesario para salir adelante. Francisco les procuró trabajo en el barrio. Colocó a uno de botones en el banco, a otro de aprendiz en el taller de coches, al tercero de dependiente en la tienda de ultramarinos. Así todos. Algún hijo se terminó licenciando en derecho.
Los sobrinos refunfuñaban. Decían que su tío era muy severo porque al contrario de los otros padres del barrio, Francisco nunca dejó a los suyos que se apuntáran a una peña que se llamaba "los PESAOS", o algo así. Sospechaba que en esa peña, los mozos perdían el tiempo en cosas poco edificantes. Prefería que sus hijos y sobrinos se centraran en su trabajo, en sus estudios, en el deporte.
Todos tenían sus ocupaciones y del dinero que ganaban, Francisco nunca les pidió ni un céntimo porque su ilusión era que todos se independizaran y se compraran su pisito. Pensó que si sus sobrinos prosperaban bajo su techo, y se hacían con su casita propia, olvidarían lo de apuntarse a la peña.
Pasó el tiempo y la familia de Francisco y Carmen terminó siendo lo que se llama de clase media. No tenían el cochazo de sus vecinos, el suyo era algo más modesto, como modesta era también la nómina que entraba en casa, pero con el ingenio y buen hacer, Francisco apuntó a todos los miembros de la familia en una buena sociedad médica y ayudó a muchos de la prole a que tuvieran su propia vivienda.
Los hijos -y los sobrinos- gozaban de la tranquilidad que en ese hogar se respiraba. Podían entrar y salir cuando les apeteciera. Solían ir al cine, al futbol y a los toros.
Francisco gustaba de pasar los veranos pescando truchas en cualquier rió asturiano o dándose un garbeíto en "El gabilán", su barquito donde soñaba que era marinero. Su vocación frustrada.
Los hijos hacían su vida sin tener que dar cuentas a nadie de lo que ganaban. Era todo para ellos. Mientras estudiasen o trabajasen, Francisco les dejaba en paz. Solo velaba que no rondasen la peña de los PESAOS. Eso sí, si Francisco sospechaba que habían entrado en el local de la peña, entonces se podían preparar.
Cuando los chicos se hicieron mayores, un buen día -o mal día- Francisco murió.
Tras un pequeño periodo de consternación, los sobrinos no tuvieron otra ocurrencia que ir corriendo a apuntarse a la peña "los PESAOS". ¡Qué ilusión les hizo!
¿Sabéis quién era el presidente de la peña?. Santiago. Ese mismo que dejó tirados a sus hijos para que les mantubiera Francisco. Había estado durante muchos años en otro barrio, mas bien una barriada lúgubre, sombría y siniestra donde era costumbre que las pocas cosas que allí había, eran compartidas entre todos. Se alojó allí con una señora de alterne, vamos, una putilla para entendernos. "La efusiva" la llamaban.
Santiago, como mala gente que era, no digirió que a sus hijos les hubiera ido así de bien en la vida bajo el techo de su hermano Francisco y les contó mil milongas, todas falsas, de donde había estado malviviendo. Les dijo que había estado en un sitio donde atan a los perros con longaniza, donde las chicas eran todas complacientes y muchas tonterías más.
Tán tontos eran, que le creyeron y dejaron que la peña "los PESAOS" se convirtiera en el eje de sus vidas.
Por su parte, los hijos de Francisco, ignorantes ellos, fundaron otra peña. "La GAVIOTA". El primer presidente de la peña "La GAVIOTA" fue el hermano mayor, Manolito.
Cuando abrieron el testamento de Francisco, no daban crédito a lo que leía en voz alta el notario.
Ni en sus mejores sueños podían imaginar que eran dueños de una cadena de hoteles en la costa, dueños de una industria del metal, viñedos, huertas, olivares, un cortijo...
Se frotaron las manos y lo festejaron a lo grande. ¡Champán para todos!.
La juerga duro y duró. Comieron y bebieron hasta no poder mas. Se dedicaron a vivir despreocupadamente. ¡Cachondéo!
Hijos y sobrinos maldijeron el nombre de Francisco Galo-Leal. Renegaron de él.
Las juergas en las peñas les hicieron olvidar los tiempos en que el trabajo, la seguridad en un porvenir, la alegría de la despreocupación, el orden, el saber que doña Carmen tenía siempre la comida en la mesa... ofrecían una felicidad que en los saraos en LA GAVIOTA o en LOS PESAOS jamás encontrarían.
Solo una hija, Pilar, la más pequeña, solía ir a llevar flores a la tumba de su padre. Nunca entró en las peñas. El resto de la familia la dió de lado.
Al final se dilapidó toda la fortuna heredada. Unos no tienen donde vivir y en la peña les dicen que ese no es su problema. Otros se pasan el día fumando porros. Los hay que se ganan la vida poniendo el culo, o se conforman con las migajas que reciben de los hermanos que han tenido mejor suerte. Bueno, suerte relativa, porque firmaron un contrato con Santiago y Manolito en el que había una clausula en letra pequeña que les obligaba a donar cerca de la mitad de sus ingresos en concepto de mantenimiento del local. Igualito que con Francisco.
¡Que GRANDE!
ResponderEliminar¡Viva Francisco!
Magnifico, que realidad tan bien contanda
ResponderEliminarLamentable.
ResponderEliminarNo sólo la vida que llevaron los pobres hijos D. Francisco, si no en lo que se ha convertido su memoria.
Claro; con estos biógrafos...